Pablo Manuel Iglesias Turrión, que hasta hace poco tenía la facultad de aprobar y suspender a los estudiantes aspirantes al título universitario de Ciencias Políticas, ha hecho un sesudo y profundo análisis de la Toma de Granada por los Reyes Católicos, efemérides que se conmemora todos los años el 2 de enero. Aquella última conquista de las tropas cristianas del último trozo de la península en manos de los árabes puso fin a ocho siglos de dominación musulmana, iniciada en el año 711 con la invasión norteafricana, que puso fin a su vez al dominio visigodo.
De “patrioterismo rancio, inculto y reaccionario” ha calificado el sabio líder de Podemos que Esperanza Aguirre, aún líder del Partido Popular en Madrid, que ésta señalara aquel 2 de enero de 1492 como “un día de gloria para los españoles”.
Previa a la reacción de Iglesias Turrión circulaba ya por las denominadas redes sociales la acusación a Aguirre de “herir sentimientos y no contribuir a la buena convivencia”.
Pero, ni el exprofesor de Ciencias Políticas ni nadie de entre los miles de mensajes al respecto de la controversia parece haber expresado sentimiento alguno respecto de otra efemérides casi coincidente en la fecha, y acaecida exactamente en el mismo lugar en el que el rey Boabdil firmó su rendición a cambio de su marcha de vuelta a la tierra de sus ancestros.
En efecto, el 30 de diciembre de 1066 Granada fue el escenario de lo que podría calificarse como el primer pogrom de la historia. Aquel día Josef Ibn Naghrela, líder de la comunidad judía en el Reino bereber de Granada fue apresado por una multitud histérica, que lo crucificó sin contemplaciones tras acusarle de intentar derrocar al rey Badis Al-Muzaffar.
El desencadenante del episodio fue un libelo antisemita en forma de poema, redactado por Abul Ishaq bin Elvira, un intelectual y militar de la época que no se resignaba a que Ibn Naghrela hubiera sido nombrado visir principal del rey moro, quién llegó a confiarle además el mando de lo más granado de sus tropas. El rey bereber Badis Al-Muzaffar hizo caso omiso del libelo y reiteró su confianza en el líder judío, lo que exasperó a las hordas atizadas por Abul Ishaq, que espoleó la matanza que siguió a la crucifixión de Ibn Naghrela. Más de 1.500 familias fueron señaladas y 4.000 judíos fueron pasados a cuchillo, decapitados y desmembrados, episodio que, evocado hoy, recuerda tristemente a las orgías de sangre de los yihadistas islámicos del Daesh.
Salvo para los que quieran hacer una utilización espuria de la historia, ni la conquista de Hispania ni lo que posteriormente se llamó reconquista fue una época de paz, armonía y concordia. Ciertamente, ocho siglos dan para mucho, y las generaciones que los atravesaron pelearon, transaron, negociaron e incluso en alguna ocasión se enamoraron y vivieron a escondidas sus amores prohibidos. En algún período más bien corto los miembros de las tres religiones del Libro que habitaron Hispania llegaron a convivir civilizadamente, pero la normalidad era el permanente estado de guerra.
Los judíos llegaron a ocupar puestos de relevancia tanto en los reinos cristianos como en las taifas musulmanas, pese a que tanto en una como en otra zona se les impusieron prohibiciones drásticas como la propiedad de la tierra o el acceso al funcionariado de gobierno. Ibn Naghrela, como tantos otros, fue la excepción.
La Gran Masacre Judía de Granada marcó el principio de la ola antisemita en la zona musulmana, la misma que se desencadenaría después en los reinos cristianos, y que terminaría tristemente en 1492, también con la expulsión de los judíos. Una tragedia para la España unificada por Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, además por supuesto de para el pueblo judío, pero que supuso una bendición para el Imperio Otomano, que acogió como un maná a los mejores intelectos de aquel éxodo, con los que enriqueció su administración.