Así lo proclamó con toda solemnidad en su alocución del jueves por la noche, en la que no hizo autocrítica alguna –“no fue comprendida mi decisión de convocar elecciones generales”, inmediatamente después del batacazo de sus partidarios en los comicios europeos-, discurso en el que culpó a la práctica totalidad del arco parlamentario de “no haber asumido sus responsabilidades” al tumbar al Gobierno de Michel Barnier.
Aunque intentó mostrarse firme y tranquilizador al tiempo –“asumiré mis responsabilidades al frente del Estado hasta el último día”, y el país sigue su marcha: “los salarios se pagan, los servicios públicos funcionan…”- Macron sabe que la moción de censura iba en realidad dirigida contra él, y que una buena parte del espectro político francés, en especial la extrema izquierda, quiere cobrarse su cabeza desde el primer día de esta atropellada legislatura.
La raíz del problema estriba en que el país vive bajo el paraguas de la Constitución de 1958, hecha a la medida excepcional del general Charles De Gaulle, para sacar a Francia de una situación entonces de emergencia. El jefe del Estado está dotado de poderes comparables, e incluso superiores, al de los presidentes de Estados Unidos.
Por si fuera poco, tales poderes podrían convertirse incluso en más excepcionales si cabe, a tenor del artículo 16, “en caso de amenaza grave e inmediata para las instituciones de la República, la independencia de la Nación o la integridad de su territorio”.
Se dibujó también entonces un bipartidismo que garantizara la estabilidad, mediante el sistema electoral mayoritario a dos vueltas, modificado parcialmente durante el mandato del socialista François Mitterrand, que favoreció entonces la emergencia de la ultraderecha del Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen, con la finalidad de debilitar a la derecha tradicional y garantizarse por consiguiente la permanencia de la izquierda en el poder.
En Francia, Europa y, por supuesto, en el resto del mundo, todo eso es historia pasada, sin que la inmensa mayoría de la vieja clase política, aún cuando esté cuajada de caras jóvenes, haya procedido a otra cosa que a pequeños cambios cosméticos.
La globalización ha añadido otro factor determinante de distorsión, al demostrarse empíricamente que los gobiernos nacionales apenas tienen el control y las herramientas para solucionar los problemas de sus ciudadanos, aunque sí pueden empeorar gravemente los que las fuerzas y grupos de presión exteriores les ponen a diario sobre la mesa.
Francia, junto con Alemania, principal motor de la Europa comunitaria, no ha procedido a las necesarias y cada vez más acuciantes reformas estructurales que precisa. Uno tras otro, los sucesivos presidentes han reculado cuando sus programas reformistas se enfrentaban a una población y a unos sindicatos acostumbrados al Estado protector y nodriza.
La prolongación en el tiempo de derechos y privilegios, como si el tiempo se hubiera detenido y el resto del mundo no progresara, se ha traducido en un déficit crónico, del 6% para este mismo año, una deuda del 113% del PIB, cifrada ahora en tres billones de euros y subiendo, y una prima de riesgo que pone al país a la altura de Grecia a la hora de financiarse.
Con un nuevo orden mundial fraguándose a marchas forzadas, mientras nuevas y graves amenazas exteriores se ciernen sobre la UE, es evidente que las viejas recetas no sirven. Por supuesto, una extrema izquierda como La Francia Insumisa de Jean-Luc Mélenchon, que preconiza un programa casi de corte castrista-bolivariano, el país no saldría del marasmo.
Los socialistas harían bien en despegarse de ese Nuevo Frente Popular para no impregnarse de tal pátina. Curiosa ha sido la actitud del expresidente François Hollande alentando a su partido a unirse a la moción de censura y derribar a Michel Barnier.
En cuanto al Reagrupamiento Nacional (RN) de Marine Le Pen, ha demostrado que, aún cuando el cordón sanitario le haya impedido implantar un primer ministro, es la fuerza a la que, al igual que en muchos otros países, recurren los ciudadanos decepcionados y escarmentados de la inoperancia de los partidos tradicionales.
Sea cual sea el arco político que se diseñe, la opinión de más de la tercera parte del censo electoral deberá ser tenida en cuenta, en Francia y en los demás sitios. El país deberá modular el arte del compromiso político y deshacerse de etiquetas que estigmatizan y estrangulan, por lo tanto, iniciativas que pueden ser útiles, las plantee quien las plantee, para diseñar el futuro.
Salvo excepciones, si las hubiere, en el ámbito de Europa y del Occidente civilizado no parece que tengan cabida hoy formaciones de cuño estalinista ni nacional socialista.
Sería, pues, momento de recuperar las esencias democráticas del arte de convencer para afrontar retos que ya están aporreando las puertas, y no sólo en Francia. En suma, intentar recuperar el tiempo perdido y ponerse a la altura de tales desafíos.
FOTO: Emmanuel Macron y Michel Barnier