Cuando el papanatismo y la ignorancia se cuelan en los asuntos públicos originando gastos a los ciudadanos cuya justificación no se sostiene, es hora de preguntarse ¿donde están los límites en las actuaciones públicas?
Resulta difícil creer que, un sistema de control de gasto independiente desde la Intervención General del Estado, permita pagar 400.000.- euros por un montón de escombros reconvertido gracias a una discutible creatividad artística, en eso tan socorrido llamado “instalación”, mientras se produce un ajuste económico de gastos sociales reales. Más difícil todavía resulta asumir como obra de arte lo que es una mera ocurrencia que busca “epatar” con la facilidad del dinero público y que, por no ser capaz de trascender al espectador, debe explicarse.
Ya en su libro “La palabra pintada” Tom Wolfe desenmascara las trampas del arte contemporáneo como un simple elemento de consumo para élites económicas ignorantes, guiadas por “gurús”, a las que les basta la crítica interesada de “botafumeiro” para creerse en posesión de tesoros artísticos. Allá ellos con sus despilfarros generosos y su gusto cochambroso. Pero lo que no es de recibo es que el Estado, a través de sus presupuestos, no sólo caiga en la trampa de subvencionar semejantes engendros, sino de que los promocione institucionalmente en aras de una supuesta progresía cultural.
La marca de un Estado en el exterior necesita de calidad real, no ficticia. De muestras de su capacidad intelectual, profesional y cultural, pero no de muestras de ignorancia ridícula por parte de quienes hayan seleccionado (a saber de qué forma) la montaña de escombros que representará a España en la Bienal de Venecia.
No se trata en absoluto de interferir en la supuesta creatividad de los artistas, si la tienen. Cada uno es muy dueño de considerarse a sí mismo en el grado de divinidad que le parezca y hasta de utilizar los servicios de la crítica a su favor, siempre que lo haga desde su propio bolsillo, o desde el bolsillo de algún mecenas privado que no tenga reparos en colocar en su propio domicilio el mensaje artístico del montón de escombros. Pero lo que no es admisible para los ciudadanos y menos en una situación como la que padecemos, es que ellos paguen la “fiesta” de la recogida de escombros, traslado en transporte especial de obras de arte y posterior recogida y almacenaje o exposición de tales escombros, cuya función ha trascendido de su materialidad a la divinidad por la mirada artística. Es más, hasta podría aceptarse que, en el dislate de aceptar institucionalmente esta obra como muestra del arte en España, se dejase a la autora sufragar el costo de la “instalación” en el pabellón de España de la Bienal; pero eso de soltar desde las arcas públicas 400.000.-euros (más de sesenta y seis millones de las antiguas pesetas) por unos restos de construcción, roza con la estafa y su responsabilidad penal.
Todos conocemos las muchas tipologías que la búsqueda de la originalidad artística ha producido a partir de la segunda mitad del siglo XX, desde la abstracción a lo conceptual, desde el “land-art”, al “povera”, desde la “instalación” al “arte efímero”, desde lo “emergente” a lo “somerso”, de la “interacción” a lo “virtual”… Palabras, palabras, palabras que sólo el tiempo depurará en su contenido y valor artístico real o aportación a la historia del arte. La cuestión es que esas palabras -como otros productos tóxicos- sólo son eso: un decorado glamouroso sin nada detrás que lo sostenga si no son los fondos públicos. La extravagancia y el derroche siempre será muestra de poder, pero más tarde o más pronto acaban por pagarse.
En la burbuja artística que se ha creado en las últimas décadas del siglo XX hay numerosas muestras de ese poderío económico, producto de los negocios que nos iban sumiendo en la crisis actual. Muchos de los que adquirieron obras contemporáneas a precios excesivos, bien para cubrir sus fundaciones y obras sociales, bien para demostrar su capacidad y rango social, habrán descubierto como los ídolos con pies de barro, por mucho que se intentara mantener artificialmente en los rankings de cotizaciones, se venían abajo.
Fue el momento en que los complejos personales dieron paso a utilizar los presupuestos públicos para crear museos, casas de cultura y otros excesos fruto de la burbuja inmobiliaria, que luego tenían contenidos banales en las que se daba primacía a las ocurrencias y excentricidades “artísticas” de unas generaciones que buscaban ya el triunfo y el dinero fácil. Surgieron los “genios” en todos los sectores: desde la ingeniería a la arquitectura, desde la literatura a la música, desde las artes plásticas a las instalaciones artísticas, pero ¿quién pagaba en realidad estos excesos?
En su mayor parte los sufridos contribuyentes a través de los impuestos establecidos por AA.PP. que buscaban en el despilfarro una forma de “modernidad” cuando no negocios e intereses personales, como los muchos casos de corrupción que han ido apareciendo van a demostrar. Se jugaba con los supuestos intereses públicos sin control y sin freno. El dinero circulaba (aunque no tuviera base real) y los créditos bancarios eran el negocio de un sector que ahora se lamenta de sus resultados. El negocio del arte fué ampliándose con cotizaciones de escándalo y la vida resultaba fácil. Ahora toca revisar todo ésto y desde luego no podemos repetir los mismos errores. Ni las viviendas valen las tasaciones interesadas que se hacen, ni el suelo puede ser objeto de especulación, ni las obras de arte valen más de los que significarán en los cincuenta años siguientes a su producción. Desde luego, el precio de los escombros de la obra conceptual que irá a Venecia no será el mismo y, por supuesto… ¡no con mi dinero!