En los años 70 el futurólogo más celebrado en el mundo occidental era Herman Khan, un americano de origen judío que alcanzó su cenit como gurú por la publicación de un libro sobre la guerra atómica. Khan tenía por entonces 38 años y se le reconocía un coeficiente intelectual de 200. Un año después de ese trabajo fundó con un grupo de científicos una fábrica de pensar, bajo el nombre de Hudson Institut, y muy pronto los encargos que le hizo el Gobierno Americano le proporcionaron ingresos de cinco millones de dólares, algo más de 60 millones de ahora si consideramos el valor constante de dicha cifra. El primer trabajo importante que editó el Instituto describía las tendencias que señalaban el escenario mundial al llegar al año 2000.
Siendo por entonces quien esto firma un joven profesional del área de “Recursos Humanos”, asistí a un Congreso en Italia que mi empresa consideró de interés formativo y el acto más celebrado de aquel evento fue la conferencia de Herman Khan. El personaje era un orador con alto sentido del humor que salpicaba su intervención de frases ingeniosas, a veces cínicas y descarnadas, pero transmitiendo tal grado de certeza al describir lo que nos esperaba en el nuevo siglo que no cabían dudas. Estaba reciente por entonces la publicación de su nuevo trabajo: se trataba de una obra con elaboradas demostraciones matemáticas que demostraban la capacidad de supervivencia de la especie humana ante el hecho, inevitable según sus predicciones, de una confrontación termonuclear. Khan calculaba que en el caso de un ataque recíproco serían lanzadas 2.000 bombas atómicas con una potencia destructiva de 20.000 megatones. La fascinación que suscitó Khan no ha sido igualada posteriormente en el campo de la prospectiva; muchas de sus predicciones eran inquietantes pero no se dejaba caer en el pesimismo catastrofista, pues defendía la idea de que tanto EEUU como la URSS, protagonistas del ataque, así como el resto de las naciones desoladas, se sobrepondrían al choque destructor y resurgirían al cabo de los años hasta volver a alcanzar el nivel tecnológico de partida.
Como si de vidas paralelas se tratara, un filósofo alemán, también de origen judío y emigrado a Estados Unidos, donde ejerció como catedrático, entusiasmó en la siguiente década a la juventud progresista al punto de convertirlo en su guía espiritual. Era Herbert Marcuse y su mensaje era igualmente futurista pero en un plano humano impregnado de utopía y por eso mismo cautivador, que planteaba la liberación sexual y preconizaba una sociedad pacifista sin la opresión ni la brutalidad que genera la incultura. Era algo alcanzable, decía, por cuanto que la sociedad occidental sería capaz de romper su dependencia de lo material, de la posesión de artículos de consumo y del mercado, en suma. Tanto Marcuse en los años 80 como Khan en los años 70 describieron escenarios que no se han cumplido, pero ninguno de ellos fue capaz de intuir que la verdadera alteración del equilibrio mundial sería la caída del Muro de Berlín que marcaría la década de los noventa. También este hecho llevó a sus días de gloria el profesor americano Francis Fukuyama que quiso hacer prospectiva con un trabajo publicado en 1992 bajo el título El fin de la Historia, según el cual el fracaso comunista daría paso para siempre a la democracia liberal como pensamiento único. Las ideologías carecerían de sentido en un futuro feliz en el que la actividad económica iba a dar respuesta a las necesidades humanas sin necesidad de amenaza bélica.
En paralelo con el derrumbamiento del comunismo en Europa hubo un conato de contagio en la China maoísta, con las manifestaciones de la plaza de Tiananmen, que fue inmediatamente abortado con la represión que siguió a la entrada de los tanques y cuyo alcance se desconoce. Tampoco nadie predijo que la gran potencia asiática se convertiría en la más genuina representación del capitalismo duro y que, de forma impensable iba a trastocar el sistema de empleabilidad industrial en el mundo capitalista. Desde entonces más de trescientos millones de chinos se han desplazado desde las zonas rurales a las grandes cosmópolis de China; se han creado industrias manufactureras que suministran productos baratos pero de calidad mejorada a los ricos países donde la democracia liberal había logrado construir, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, el llamado Estado de bienestar cuyo logro más valorado ha sido el de evitar el infortunio a quienes, tras desempeñar una larga vida laboral con cuarenta años de duración media, podían jubilarse con pensiones suficientes para vivir sin carencias. La deslocalización acelerada del trabajo industrial ha venido acompañada por un cambio en Occidente, caracterizado por el progresivo sometimiento al dictado de las élites financieras, conectadas por vías diversas con el poder político.
Se caminaba hacia un modelo de sociedad post-industrial sin prever las consecuencias sociales que han hecho perder a Europa veinticinco millones de puestos de trabajo en apenas dos décadas. Ciertamente entre los años 2000-2008 hubo un efecto de adormidera propiciado por circunstancias que no van a repetirse. Citemos la oferta abundante de dinero barato, fruto de la ya citada hegemonía de las políticas financieras, que propició la sustitución de los puestos de trabajo perdidos en la industria por la promoción inmobiliaria. Y ello sin atender los gobiernos a una planificación de la demanda real, enturbiada por el estimulo de una oferta de dinero sin medida. En el caso de España hay que dejar anotado otro hecho de alguna manera derivado del imperfecto sistema de partidos que hace posible que lleguen a altas responsabilidades personajes de talla mediocre y/o muy ideologizados y/o carentes de curriculum de peso, cuyas decisiones pueden mostrar sus perniciosos efectos con bastante posterioridad al momento de tomarlas. Las leyes que han afectado a la educación o a las competencias del Estado son el paradigma de esta afirmación.
Con todos estos elementos habría materia suficiente para diagnósticos más precisos y más capacidad de prospectiva. No se trata de tratar a la ciudadanía —tentación en que caen los gobernantes— como si se mantuviera en estado infantil, apelando a visiones optimistas por considerar pasado lo peor. Se dice con cierta gracia que un pesimista es un optimista bien informado. Dato este que debe recordar Mariano Rajoy. Sería penoso que reconociéramos en él a un dirigente mal informado a la vista del optimismo que quiere transmitir en su actual discurso. Para evitarle la imagen penosa que pueda proyectar —si nos atenemos al aserto— procuremos aportar en un siguiente trabajo más elementos que coadyuven a un diagnóstico completo, condición indispensable para buscar las soluciones más eficaces.