Resumen de este artículo:
• En honor de un falso condottiero y demérito de verissimos maquiavelos
• La Inocencia Perdida
• A buen fin no hay mal principio
Todavía en los trabajos de digestión del empacho de fastos turiferarios fabulaciones épicas y oportunismos virtuosos que el 30 aniversario del 23 F nos ha deparado, vale la pena tomar un reposo y engolfarse en una reflexión consoladora. La psicología humana conspira sabiamente para hacernos creer que cualquiera tiempo pasado fue mejor y si no lo fue, y algunas piezas del pasado se tornan recurrentes, se reconstruyen con ánimo favorable. Al parecer, de aquellas nieves del 23 F se han derivado bienes heroicos que el stablishment celebra mediáticamente.
Componiendo, tejiendo, hilando laboriosamente y con toda atención cuanto hemos leído, oído y visto sobre aquellos eventos, sigue siendo de difícil comprensión que desaparecido de la escena Adolfo Suárez, se persistiese en un golpe que, aparentemente, se había quedado sin objetivo a batir. Este punto parece ser el que queda más abierto y enigmático porque todos los demás empiezan a encontrar una opinión, al menos, mayoritaria.
Érase una vez un condottiero al que la diosa Fortuna erigió en Presidente de un atribulado país que quería ser feliz. Todos quedaron encantados con el advenimiento y tanto más cuando el condottiero manifestó que “quería elevar a categoría de normal, lo que a nivel de calle era normal”. El problema llegó cuando se pasó de la retórica a los hechos, de las musas al teatro.
El animoso condottiero le echó un vistazo a las dominaciones y potestades del asombrado país. A los militares les dijo que los fusiles eran del pueblo y las nóminas también, a los banqueros que fueran solidarios con la dura situación económica y el desamparo de muchos –recuérdese a la Banca como la Madrastra-, a la Iglesia que le sobraba oropel y que había que ponerse al día; a Arafat le dio un abrazo de desafío imperial y a sus doctos barones les escocía que había estudiado por libre y trabajando.
El condottiero, que duda cabe que tenía defectos y complejos, se creyó su papel y entregó sus afanes a crear y consolidar una sociedad libre y democrática. Pero desventuradamente para él, era un falso condottiero, porque no era cruel ni codicioso, haciendo todo lo contrario para medrar en el Poder, que perdió rotundamente y con inmenso daño y dolor para su vida.
Todos se conjuraron, la más sangrienta ETA, los militares groseramente, la extrema derecha nostálgica, la Iglesia, el capitalismo local, la geopolítica, los rupturistas insatisfechos y sus propios emboscados en la Casa de la Pradera, eternamente ofendidos por no ser ellos el Presidente. Y los socialistas lo machacaron en un desabrido y bochornoso desdén con vituperio como ”tahur del Mississippi” y otros a cara de perro. No dieron cuartel y escalaron unos niveles de crueldad irrepetibles, espero.
Coinciden comentaristas, publicistas y analistas en que el Rey fue el ariete y al tiempo escudo en la ofensiva anti-Suárez, con impudentes e incontinentes comentarios en su entourage militar y civil, dando aliento a la cacería del condottiero como el mayor, cuando no único, problema de España. Y coinciden muchos también en que los líderes políticos –al menos está publicado- llegaron a consensuar un gobierno de concentración nacional presidido por un militar.
Para algún bienpensante esta solución estaba en el límite de la Constitución pero no la extravasaba y sin duda hay que admirarse de que gallardos combatientes antifranquistas aceptasen semejante artefacto de gobierno teniendo en cuenta que veníamos de una guerra y postguerra inciviles y de un pasado de gravísimas intervenciones militares.
Todos ellos eran, y algunos siguen siendo, los verissimos maquiavelos de aquella historia, que llegó a la categoría de drama, finalmente casi bufo con el esperpento Tejero. Pero el falso condottiero lejos de ser aventurero emprendió una hermosa aventura hasta que solo y sitiado por sus propios infieles, tuvo que abandonar para el mejor servicio de su país, “para no ser un paréntesis”.
Depurado por la distancia del tiempo, a mí personalmente, me gustaría poder penetrar en sus tinieblas, que deseo amables, y llevarle el latido de mi emoción como ciudadano y resarcirle un poco de tan inmisericorde olvido, que salvo excepción, se perpetra a uno de los Grandes, verdaderamente Grandes de España.
En aquel trance la joven Democracia española perdió la inocencia y hoy triunfa una vez más la comedia de Shakespeare “a buen fin no hay mal principio”.